jueves, 12 de noviembre de 2009


En pocas ocasiones un escritor, un fabulador que intenta buscar la memoria para conservar su propia memoria, tiene ocasión de recuperarla con imágenes, y algo así ha ocurrido con la historia de María Salgado "La Portuguesa" pues gracias a unos rondeños que aman la memoria porque adivinaron que solo los que tienen memoria son dueños de su presente y pueden llevar a buen fin sus sueños, a José Miguel y Enrique, fotos@rondamalaga.net, puedo ofreceros el instante en que los facciosos fueron avisados de su presencia y se disponen a mandarla al otro mundo de un tiro.

jueves, 1 de octubre de 2009


Ellos eran Antonio y Carmen el día que se casaron. Más de un año de búsquedas agobiantes por archivos y censos hasta dar con el rostro de ella, y en ocasiones me sentí tan obsesionado por averiguar sus vidas, por poner rostros a su desdichada historia, que a veces casi lloraba en silencio por no encontrar nada.
Se lo debía a ellos, a los dos por su increible historia de amor mientras vivieron, se lo debía, me lo debía, porque eran de mi sangre, la de mi madre, y porque fueron asesinados vilmente por gentes viles un 15 de agosto de 1936 en Archidona, en la archidonesa calleja del Colegio ante el estupor y espanto de quienes lo presenciaron, y se lo debía, fundamentalmente porque los dos fueron muertos doblemente muertos porque eran muertos sin nombre ni rostro... hasta hoy.

martes, 18 de agosto de 2009


Increible, si no fuera cierta, la historia del dolor de este hombre a la muerte de su hija e increible lo que hace por compartir la soledad de su hija.... Nunca, desde que me la contaron un oscuro atardecer de diciembre hace tres años, desde que me la contó el actual albacea de su legado , mi querido josé nuñez de castro, y en el mísmisimo cementerio de Archidona, nunca antes , insisto, me he sentido tan extraordinariamente solidario con un dolor ajeno, ni nunca fui tan excepcionalmente comprensivo con una necesidad ajena, ni nunca estuve tan terriblemente asustado como aquella tarde en que la realidad, una vez más, superó con creces la ficción.... Su nombre Antonio Gonzalez Gozalvez.

viernes, 24 de julio de 2009

MADRUGADA DEL TRECE ( Iª parte)


Cuenta uno de los primeros soldados del ejercito de los sublevados que a eso de las diez de la noche entró en Antequera el día doce de agosto de 1936, uno que llegó a bordo de un blindado que aparcó en la mismísima puerta del cuartel de la guardia civil y al que acompañaba, voluntario, un antequerano de nombre Casaus: “paramos en la puerta del cuartel, ante una oscuridad y una soledad que ponían ribetes de pavor”

Para entender el silencio de cementerio de Antequera aquella noche agosteña que entraron las vanguardias del general Varela por la Verónica al mando del comandante Corrales, un antequerano con sangre antequerana también, hay que hacer un poco de historia, mirar un poco hacia atrás. Digamos que las cosas se habían puesto muy jodidas para los republicanos antequeranos en aquellos días. Se suponía una fuerza de dos mil milicianos republicanos defendiéndola, más que suficientes teniendo en cuenta su posición privilegiada por estar en alto, pero la realidad era otra desde aquel mediodía cuando Mollina, última esperanza de defensas, cayó sin apenas ofrecer resistencia. Cuentan los vencedores con sarcasmos, hirientes y burlescos, que el jefe militar de las fuerzas republicanas (don Antonio García Prieto, también alcalde, un malogrado alcalde al que no le perdonaron la vida tres años después) que a primeras horas de la tarde, y a uña de caballo, marchó a Málaga diciendo a los suyos que resistieran mientras traía ayuda… Digamos, con compasión, con compresión, que el frente se había derrumbado ante el ímpetu invencible, también salvaje y sangriento, africano, de guerra sin cuartel, de carta blanca dada a una columna de legionarios y moros que hacían casi santos a los cuatro jinetes del Apocalipsis: los tales arrasaban por donde pasaban, y desde las matanzas del Arahal su fama fue en aumento hasta el punto de convertir el terror de caer en sus manos en todo un arte disuasorio eficacísimo, con el resultado final de un sálvese quien pueda que se apoderó del primero al ultimo de los milicianos que deberían haber defendido Antequera… Ese miedo primitivo a ser castrado de mala manera, a que te hagan una corbata con tus propias tripas, a ser violada mientras te degüellan con una gumia o mientras te fornican de manera innoble dejó Antequera sin la otra mitad de Antequera aquella tarde: quedó en pavoroso silencio, a oscuras y expectante, tal como nos cuenta el anónimo corresponsal.

MADRUGADA DEL TRECE (2ª)

¿Más qué ocurrió entre el mediodía del
doce y las primeras horas de la madrugada
del trece cuando entró R, nuestro
corresponsal, antes que dejara trasladado
en la crónica (1) su desconcierto,
su tremenda confusión y sensación de
pavor ante la soledad y oscuridad de
una ciudad en la que se esperaba una
fuerte resistencia?
Volvamos atrás una vez más. Ocurrió
que todo se había precipitado desde
que unas horas antes cayera Mollina sin
apenas resistencia, y no lo dice nuestro
corresponsal, pero podría decirse sin
exagerar que cayó por causa de las
famas terroríficas de las vanguardias de
moros y legionarios del coronel
Buruaga,: casi sin tiros cayó Mollina
cuentan, casi sin hacer nada los republicanos
por defenderla dice el corresponsal
ufano, muy pagado de si mismo,
pues los milicianos viendo huir a las gentes
de Humilladero por las sierras de
la Camorra y resonando en sus corazones
los disparos hechos a quemarropa
a decenas de personas que se habían
refugiado en el cementerio de Fuente
Piedra apenas tres horas antes, debieron
preguntarse para qué el sacrificio
estéril, quizás se dijeron mejor retirarse
del llano y fortificarnos en las alturas.
Pero la autentica verdad del abandono
subyacía en todos ellos a causa de un
terror irracional a caer copados, pues
veían en las horas que el calor era más
asfixiante como partiendo desde el cruce
de campillos los Tabores de Regulares
cruzaban el rió Guadalhorce por el vado
inmediato al cortijo de Carlos Blázquez
con la intención de escalar las alturas
que envuelven Antequera por el sur y
el oeste, acompañadas de baterías de alta
montaña por si fuera necesario cañonear
la ciudad. Los republicanos vieron en
aquellos movimientos el inicio de una
tenaza, el principio de una maniobra
envolvente que cerraría Antequera y a
los antequeranos en una bolsa sin posibilidad
de escape, y quizás en aquellas
horas en que un sol agobiante quemaba
la ciudad, en aquellas horas que los turbantes
de la morisma y los gorrillos isabelinos
de los legionarios asomaban
ya por las alturas de los montes que
rodean la ciudad, surgió de nuevo el
grito que paralizaba corazones y ánimos
desde semanas atrás en toda la campiña
de Andalucía la baja, aquel grito que aterrorizaba
por su eco de muertes ¡que vienen
los moros! Y un éxodo sin precedente
al sur, a Málaga, una huida sin
precedentes se inicia: hombres en su
mayoría, milicianos y republicanos,
todos los que soñaron con un mundo
más justo, mujeres y niños inocentes,
casi todos a pie y con unos pobrísimos
hatillos, con lo imprescindible, con lo
que pesa muy poco…. La ciudad
quedó antes que anocheciera muy mermada,
y los que quedaron no estaban
para fiestas pues paralizados por el
terror estaban.
(1) De la Toma de Antequera, Notas
de un testigo. R.

LA MADRUGADA DEL TRECE (3ª)

LA MADRUGADA DEL TRECE (parte 3)

Este escribidor se ve obligado a volver al hilo del relato, a las horas previas, para entender el asombro y perplejidad de nuestro corresponsal por la ciudad casi fantasmal cuando sobre la diez de la noche de aquel doce de agosto aparca el blindado en la puerta del cuartel de la guardia civil, y hemos de volver atrás unas horas, a cuando mediada la tarde de aquel 12 de agosto se dio la orden de partida desde el cruce de Campillo, en cuya vanguardia iba R. nuestro corresponsal.
R. nos dice que por confidencias de un pasado “se suponían – en Antequera- unos dos mil hombres armados con alguna fortificación en la venta de la Piscina y en Colegio de San Luís, quizás con algunas ametralladoras emplazadas en esos sitios y quizás también en la Plaza de Toros” Llegaron a la Verónica al atardecer, y al mando del capitán legionario Juan Salguero “Ni un tiro ni una alarma, y como ya se caminaba con precauciones entre las huertas el paso era lento y nos llegó la noche” nos dice. Estando allí analizando los peligros otro confidente les comunica que en el cuartel de la guardia civil hay unos 50 guardias dispuestos a cambiar de bando, dispuestos a unirse a ellos, y tras los permisos correspondientes disponen liberarlos, y justifica su presencia en el grupo de “libertadores” por ser conocedor de la ciudad. Y con las debidas precauciones suben la cuesta ya noche en un blindado: a una banda y otra del carro el comandante médico Blázquez Flores, el cabo Salomón Pizarro, los guardias José Marín Mora, Luis Martos Álvarez, Francisco Espada Jiménez, y el chofer –de cuyo nombre no se acuerda- pero si que murió al día siguiente en un bombardeo de la aviación republicana.
Suben la cuesta disparando descargas cerradas en torno al paseo y al parque (1) con el reflector encendido y con potente sirena aullando, y hubo un momento de peligro pues nos dice que oyeron ruidos y vieron a milicianos armados rondar entre las sombras a los que hicieron huir a base disparos y bombas de mano, y como no tenían claro la sincera adhesión de los guardias civiles enfilaron sus cañones tiroteando al cuartel hasta que una bandera blanca y un enronquecido ¡Viva España! rompió el silencio que tanto le sobrecogía y desasosegaba… Eso, ocurrió entre las nueve y media y las diez de la noche del día doce, y según R. minutos después hacía su entrada el general Varela por la Alameda.

(1) El ametrallamiento del Parque y sus alrededores, sus dramáticas consecuencias, serán motivo de otras crónicas.

viernes, 9 de enero de 2009

LA PORTUGUESA

Antonia Salgado, conocida por la portuguesa entre los milicianos que operaban entre Ronda y Antequera en aquel verano del 36 y muy conocida desde el inicio de la revolución por su arrojo y otras cosas no demasiadas heroicas que ella prefería olvidar ( pues algunos muertos pesaban mucho sobre su conciencia) ni en sus peores pesadillas pudo soñar que acabaría como iba a acabar de malamente, después de todo lo andado, sobre todo desde que un año atrás abandonara la aldea portuguesa de Cabanas para ir a Utrera y trabajar en las obras del pantano de Águilas, prometiéndoselas muy felices.

Antonia Salgado se veía muy mal aquel mediodía del 17 de septiembre de 1936 cerca de Ronda a la sombra de una higuera brava: que verse rota, tronchada por un balazo en la columna, tirada bajo una higuera y con la propina de un agujero en la barriga por el que le salían tripas, restos de comidas y líquidos mezclados con sangre oscura, y sin más compañía que un grupo de soldados requetés que la miraban con plural mezcla de compasión y odio a partes iguales, con un cura que quería confesarla a toda costa, un cura que le decía a gritos ¡O te pones a bien con dios o te dejo morir como una perra sarnosa…! Y viendo que no las tenia todas a su favor y quizás para sobornarla, añadió el reverendo “Si te arrepientes te meto un rafagazo de ametralladora y te pasaporto en un santiamén y así te ahorras la agonía” Y verdad era lo que decía el cura que ese tipo de heridas siempre provocaban un largo sufrimiento, que entre una cosa y otra diez o doce horas de padecimientos no se los iba quitar ni dios si antes no se la comían aun viva las alimañas del monte.

A Antonia, un tirador de élite de la columna Redondo, le había metido un balazo en el vientre, un disparo certero y mortal de necesidad con uno de aquellos terribles máuser del 16, el eficacísimo mosquetón de 7,5 mm. que alcanzaba los dos mil metros con garantías, y cuando la bala encontraba su objetivo rompía carnes y huesos. Y a Antonia la enfilaron a unos quinientos metros, así que el impacto y el agujero era tremendo, las posibilidades de sobrevivir ningunas, y la larga agonía, provocada por una feroz septicemia, asegurada. Mas ella, intentando controlar el dolor que la enloquecía, aun tuvo el ánimo para preguntar al cura cómo cojones la habían localizado, pues era evidente que los facciosos sabían que estaba allí, escondida bajo una higuera brava, que estaba allí para encender la mecha que mandaría al infierno la columna facciosa que pretendía conquistar Ronda aquel mediodía de septiembre.

Ella, antes de que respondiera, retadora, le dice que se presentó voluntaria para hacerlo, confiada en su buena suerte y estrella “aunque esta vez me ha salido rana”, añadió con amargura. Le contaron, le contó el cura, que uno del comité de guerra, un camarada suyo, un oficial de Asalto que estaba en el ajo, tenia pensado desertar y cambiar de bando en cuanto acabara la reunión en la que se decidió dinamitar el puente. El tal oficial así lo hizo, a galope, a uña de caballo cuentan las crónicas, y dio pelos y señales de la portuguesa, de lo que pretendía y donde, y lo demás es historia sabida: un veterano de las guerra africanas, un viejo brigada muy ducho en el arte de meter una bala en el careto de un tío a mil metros, buscó un altozano que dominara el terreno cercano al puente, buscó la higuera y se dispuso a esperar que la portuguesa diera señales de vida. Y así fue, que no había pasado un cuarto de hora cuando Antonia se levantó donde estaba escondida, quizás para desentumecer las piernas, y eso fue todo lo que necesito el tirador, aunque dudó por un segundo si meterle el balazo en la cabeza y regalarle una muerte limpia o en la barriga, decidiéndose por lo ultimo quizás porque había menos riesgo de fallar que en la cabeza. Ella ni oyó el disparo, solo un hierro al rojo vivo clavado por encima del ombligo que la tiro de culo, después se mira y solo ve algo que la aterroriza: un pequeño agujero por el que apenas sale sangre, la temida herida en el vientre, la que más temen los combatientes se dice antes de caer hacia atrás… Intenta arrastrarse hasta donde la mecha y encenderla, pero el brigada, que es cazador experimentado y sabe bien que el bicho esta muerto cuando está verdaderamente muerto, dispara una vez más, esta vez al pecho, y la bala entra limpia hasta romper la columna vertebral, dejándola como clavada en aquella dura tierra.
EL LOCO

La verdad es que nadie podrá saber nunca qué ocurrió en la cabeza del desgraciado Miguel aquella gélida mañana del siete de enero del 1936, ni que clase de demonios se instalaron en ella ni que fuegos infernales la achicharraron, pero lo cierto es que Miguel se desmadejó para siempre y se anubló para los restos después de hacer lo que hizo. Miguel hasta esa mañana había sido un buen hombre de Archidona, casado y con hijos pequeños, respetado, fiel cumplidor y tenido en gran estima por su patrón. Mas aquella mañana Miguel llegó a su trabajo quizás tocado en profundidad: dicen que llegó al molino de aceite donde trabajaba desde mozuelo con vayan a saber qué visiones y voces atronando en su cabeza, y cuentan que de pronto, mientras colgaba de un gancho su talega con el almuerzo del mediodía sintió un malestar, una cosa mala que casi lo tumba, pero que se sostuvo donde pudo para no caer y como dios le dio a entender.

Dicen que Miguel tras el colapso no fue el mismo, que una misteriosa mancha de sangre llenó sus órbitas y que algo debía zumbar con gran fuerza en sus oídos, pues con las manos (metiéndose con violencias los dedos dentro) intentaba taponárselos. Cuentan que a lo mejor aquellas voces y risotadas lo sacaron definitivamente de sus casillas, hasta ofuscarlo tanto que no se daba cuenta que estaba ciego, que no veía nada a excepción de todo sangre y demonios dando saltos a su alrededor… Y fue entonces cuando una furia desconocida, muy violenta y atropellada se comió su voluntad, pues aquel cuerpo tembloroso y roto marchó con andar vigoroso hacia donde colgaba la escopeta de dos cañones, la que había en el despacho del administrador y siempre con dos cartuchos cargada- Y antes de que nadie pueda impedirlo primero mete un tiro en la espalda del maestro molinero que anda recibiendo órdenes del patrón y otro en la cara al dueño del molino destrozándola. Después Miguel quedó como saciado de sangre, alicaído y con la mirada fija en algo que solo él estaba capacitado para ver y nadie más, y con la escopeta aun humeante colgando de una mano crispada.

Cuentan las crónicas de aquel colérico verano que las autoridades de la época no sabiendo que hacer con el loco homicida, o quizás siguiendo el procedimiento al uso o esperando que reventara lo antes posible lo empaquetaron para Málaga en el primer tren y engrilletado como dios manda. Y a la cárcel provincial fue a dar con sus huesos hasta que fuera juzgado y no al manicomio del Hospital Noble como sería lo propio, que bien mirado era lo mejor para el loco, ya que puesto a escoger entre el manicomio y la cárcel no había comparación, pues si el presidio era malo en aquellos tiempos comparándolo con la loquería pública era un plácido balneario. Y por allí anduvo Miguel, olvidado hasta finales agosto del 36, desatendido casi ocho meses y dejado a la ventura, con sus locuras y sobreviviendo vayan ustedes a saber a costa de qué milagros, hasta que unos parientes suyos lo reclaman en un periódico malagueño por finales de aquel agosto del 36. Los tales parientes, esposa, hijos padres y hermano, todos republicanos señalados en Archidona, que también llevarían pasado los suyo desde el día quince de agosto, cuando con lo puesto salieron corriendo de Archidona por la carretera de los Molinillos mientras que por la Fuente de Antequera entraban los moros de Franco tiroteando a todo lo que oliera republicano, dicen –enojados- al periodista que los entrevista “mi hermano está loco, y si ha sobrevivido fue porque algunos presos lo cuidaron durante los meses pasados, pero desde la revolución corre gran peligro porque podría ser confundido con los elementos fascistas allí presos y ser fusilado en alguna de las sacas”