viernes, 24 de julio de 2009

MADRUGADA DEL TRECE ( Iª parte)


Cuenta uno de los primeros soldados del ejercito de los sublevados que a eso de las diez de la noche entró en Antequera el día doce de agosto de 1936, uno que llegó a bordo de un blindado que aparcó en la mismísima puerta del cuartel de la guardia civil y al que acompañaba, voluntario, un antequerano de nombre Casaus: “paramos en la puerta del cuartel, ante una oscuridad y una soledad que ponían ribetes de pavor”

Para entender el silencio de cementerio de Antequera aquella noche agosteña que entraron las vanguardias del general Varela por la Verónica al mando del comandante Corrales, un antequerano con sangre antequerana también, hay que hacer un poco de historia, mirar un poco hacia atrás. Digamos que las cosas se habían puesto muy jodidas para los republicanos antequeranos en aquellos días. Se suponía una fuerza de dos mil milicianos republicanos defendiéndola, más que suficientes teniendo en cuenta su posición privilegiada por estar en alto, pero la realidad era otra desde aquel mediodía cuando Mollina, última esperanza de defensas, cayó sin apenas ofrecer resistencia. Cuentan los vencedores con sarcasmos, hirientes y burlescos, que el jefe militar de las fuerzas republicanas (don Antonio García Prieto, también alcalde, un malogrado alcalde al que no le perdonaron la vida tres años después) que a primeras horas de la tarde, y a uña de caballo, marchó a Málaga diciendo a los suyos que resistieran mientras traía ayuda… Digamos, con compasión, con compresión, que el frente se había derrumbado ante el ímpetu invencible, también salvaje y sangriento, africano, de guerra sin cuartel, de carta blanca dada a una columna de legionarios y moros que hacían casi santos a los cuatro jinetes del Apocalipsis: los tales arrasaban por donde pasaban, y desde las matanzas del Arahal su fama fue en aumento hasta el punto de convertir el terror de caer en sus manos en todo un arte disuasorio eficacísimo, con el resultado final de un sálvese quien pueda que se apoderó del primero al ultimo de los milicianos que deberían haber defendido Antequera… Ese miedo primitivo a ser castrado de mala manera, a que te hagan una corbata con tus propias tripas, a ser violada mientras te degüellan con una gumia o mientras te fornican de manera innoble dejó Antequera sin la otra mitad de Antequera aquella tarde: quedó en pavoroso silencio, a oscuras y expectante, tal como nos cuenta el anónimo corresponsal.

MADRUGADA DEL TRECE (2ª)

¿Más qué ocurrió entre el mediodía del
doce y las primeras horas de la madrugada
del trece cuando entró R, nuestro
corresponsal, antes que dejara trasladado
en la crónica (1) su desconcierto,
su tremenda confusión y sensación de
pavor ante la soledad y oscuridad de
una ciudad en la que se esperaba una
fuerte resistencia?
Volvamos atrás una vez más. Ocurrió
que todo se había precipitado desde
que unas horas antes cayera Mollina sin
apenas resistencia, y no lo dice nuestro
corresponsal, pero podría decirse sin
exagerar que cayó por causa de las
famas terroríficas de las vanguardias de
moros y legionarios del coronel
Buruaga,: casi sin tiros cayó Mollina
cuentan, casi sin hacer nada los republicanos
por defenderla dice el corresponsal
ufano, muy pagado de si mismo,
pues los milicianos viendo huir a las gentes
de Humilladero por las sierras de
la Camorra y resonando en sus corazones
los disparos hechos a quemarropa
a decenas de personas que se habían
refugiado en el cementerio de Fuente
Piedra apenas tres horas antes, debieron
preguntarse para qué el sacrificio
estéril, quizás se dijeron mejor retirarse
del llano y fortificarnos en las alturas.
Pero la autentica verdad del abandono
subyacía en todos ellos a causa de un
terror irracional a caer copados, pues
veían en las horas que el calor era más
asfixiante como partiendo desde el cruce
de campillos los Tabores de Regulares
cruzaban el rió Guadalhorce por el vado
inmediato al cortijo de Carlos Blázquez
con la intención de escalar las alturas
que envuelven Antequera por el sur y
el oeste, acompañadas de baterías de alta
montaña por si fuera necesario cañonear
la ciudad. Los republicanos vieron en
aquellos movimientos el inicio de una
tenaza, el principio de una maniobra
envolvente que cerraría Antequera y a
los antequeranos en una bolsa sin posibilidad
de escape, y quizás en aquellas
horas en que un sol agobiante quemaba
la ciudad, en aquellas horas que los turbantes
de la morisma y los gorrillos isabelinos
de los legionarios asomaban
ya por las alturas de los montes que
rodean la ciudad, surgió de nuevo el
grito que paralizaba corazones y ánimos
desde semanas atrás en toda la campiña
de Andalucía la baja, aquel grito que aterrorizaba
por su eco de muertes ¡que vienen
los moros! Y un éxodo sin precedente
al sur, a Málaga, una huida sin
precedentes se inicia: hombres en su
mayoría, milicianos y republicanos,
todos los que soñaron con un mundo
más justo, mujeres y niños inocentes,
casi todos a pie y con unos pobrísimos
hatillos, con lo imprescindible, con lo
que pesa muy poco…. La ciudad
quedó antes que anocheciera muy mermada,
y los que quedaron no estaban
para fiestas pues paralizados por el
terror estaban.
(1) De la Toma de Antequera, Notas
de un testigo. R.

LA MADRUGADA DEL TRECE (3ª)

LA MADRUGADA DEL TRECE (parte 3)

Este escribidor se ve obligado a volver al hilo del relato, a las horas previas, para entender el asombro y perplejidad de nuestro corresponsal por la ciudad casi fantasmal cuando sobre la diez de la noche de aquel doce de agosto aparca el blindado en la puerta del cuartel de la guardia civil, y hemos de volver atrás unas horas, a cuando mediada la tarde de aquel 12 de agosto se dio la orden de partida desde el cruce de Campillo, en cuya vanguardia iba R. nuestro corresponsal.
R. nos dice que por confidencias de un pasado “se suponían – en Antequera- unos dos mil hombres armados con alguna fortificación en la venta de la Piscina y en Colegio de San Luís, quizás con algunas ametralladoras emplazadas en esos sitios y quizás también en la Plaza de Toros” Llegaron a la Verónica al atardecer, y al mando del capitán legionario Juan Salguero “Ni un tiro ni una alarma, y como ya se caminaba con precauciones entre las huertas el paso era lento y nos llegó la noche” nos dice. Estando allí analizando los peligros otro confidente les comunica que en el cuartel de la guardia civil hay unos 50 guardias dispuestos a cambiar de bando, dispuestos a unirse a ellos, y tras los permisos correspondientes disponen liberarlos, y justifica su presencia en el grupo de “libertadores” por ser conocedor de la ciudad. Y con las debidas precauciones suben la cuesta ya noche en un blindado: a una banda y otra del carro el comandante médico Blázquez Flores, el cabo Salomón Pizarro, los guardias José Marín Mora, Luis Martos Álvarez, Francisco Espada Jiménez, y el chofer –de cuyo nombre no se acuerda- pero si que murió al día siguiente en un bombardeo de la aviación republicana.
Suben la cuesta disparando descargas cerradas en torno al paseo y al parque (1) con el reflector encendido y con potente sirena aullando, y hubo un momento de peligro pues nos dice que oyeron ruidos y vieron a milicianos armados rondar entre las sombras a los que hicieron huir a base disparos y bombas de mano, y como no tenían claro la sincera adhesión de los guardias civiles enfilaron sus cañones tiroteando al cuartel hasta que una bandera blanca y un enronquecido ¡Viva España! rompió el silencio que tanto le sobrecogía y desasosegaba… Eso, ocurrió entre las nueve y media y las diez de la noche del día doce, y según R. minutos después hacía su entrada el general Varela por la Alameda.

(1) El ametrallamiento del Parque y sus alrededores, sus dramáticas consecuencias, serán motivo de otras crónicas.