IN MEMORIAM

josé luis conde ayala

martes, 19 de octubre de 2010

Publicado por ... en 19.10.10
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1 comentario:

hasta la victoria siempre dijo...

Esto es una prueba....

31 de mayo de 2015, 17:22

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EL ROSTRO DEL AUTOR DE ESTA HISTORIA

EL ROSTRO DEL AUTOR DE ESTA HISTORIA
EL NIÑO DEL CENTRO. EN ARCHIDONA EN 1956, CON SUS DOS HERMANOS, JUAN Y JESUS, CON SU PADRE Y SU TIA AMELIA

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CRÓNICAS DE PREÑEZ

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JUAN VIVAR, BÚSQUEDA Y HALLAZGO

JUAN VIVAR, BÚSQUEDA Y HALLAZGO
Durante meses me preocupé por hallar un rostro y un nombre que me sirvieran para contar la historia que desde adolescente me obsesiona, y hallé en las páginas de un viejo periódico un nombre y una biografía y en un albún un rostro: el nombre Juan Vivar ; el rostro el del hombre del centro, el de la camisa blanca, en una antigua fotografía de 1936 que me cedió el historiador don Juan Antonio Ramos Hito de un grupo de personas en Málaga, quizás en aquel terrible invierno en que los Españoles se dedicaron a matar vecinos

MONTERITO

MONTERITO
Monterito, el que está sentado, en una fotografía tomada quizás en Ceuta, en 1925, de legionario y junto a un camarada de Cuba

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EL AUTOR... 49 años después.

EL AUTOR... 49 años después.
José Luis Conde Ayala, y ya no tan niño como en la anterior foto, aunque bastante niño a juicio de quienes le aman porque parece no aprendió nada de la vida,y aun sigue con sueños y soñando.

UN HOMBRE CABAL

UN HOMBRE CABAL
BERNABE, CONOCIDO POR COMANDANTE ABRIL Y MUERTO DE MALA MANERA EN ALGUN LUGAR DE LA SERRANÍA RONDEÑA EN LA POSGUERRA
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INTRODUCCION QUE JUAN VIVAR HACE A SU HISTORIA

LA CONFESIÓN Villa Florido, julio de 2006 Cala del Moral Y en esas estoy: confesando en mi casa, en la gran mansión que construí en memoria de mi madre hace muchos años y esperando al amanuense que he contratado para que escriba lo que voy a declarar y con la firme decisión de que ni añada ni quite palabra a lo que salga de mi boca, que para bien o mal ese es mi deseo. Y he de hacerlo antes que el diablo me llame para hacerle compañía, antes que la muerte tome delantera y me envíe al infierno con los deberes a medio hacer, antes que la podredumbre de mis carnes se corra más y la peste nuble las entendederas e impida decir lo que tengo que decir, pues tengo los días contados y de lucidez barrunto que menos, porque la puerca gangrena me está comiendo a pedazos patas arriba y poquito a poco, para que dolor y asco lo pueda disfrutar sin prisas. Ayer mismo hice saber al notario, al hijo del fallecido don Julián Álvarez, a quien tanto debo en todos los aspectos, que incluyera una nueva cláusula en mi testamento de obligado cumplimiento por mis hijos cuando me entierren, si es que quieren heredarlo todo. Que en la lápida ponga Aquí yace Juan Vivar Florido, hijo único de Juan y Pepa, nacido en Málaga en el año diez del siglo en el barrio del Perchel y de padres honrados. Fue todo lo decente que la cochina vida permitió. Sé que esta obligación puede provocar un gran disgusto a mis dos hijos, pero no hay más remedio que poner las cartas boca arriba para que me reconcilie con mi sangre de una jodida vez y pueda morir en paz, y ellos, después, hagan lo que le parezca y convenga, que una vez dentro del hoyo y con dos metros de tierra encima termino con todas mis obligaciones y con la bilis que he tenido que tragar durante setenta años. He vivido setenta años de prestado, con el nombre de uno y la fortuna de otro, y aunque ni robé nombre ni dineros no he podido evitar ni un solo día sentirme como un ladrón, porque si ver crecer a tus hijos y nietos con los apellidos de otros es penoso, ni les digo lo que se siente cuando ves que su verdadera memoria (la que da la sangre que corre por sus venas, la sangre de los suyos, la que hace que tengan gestos y actitudes venidas de sus antepasados) no coincide con quien dicen sus apellidos que vienen. Y ellos tienen derecho a saberlo aunque les pese al principio, tienen que saber de dónde vienen para no sentirse perdidos y para conocerse cuando las cosas pinten mal, pues no hay peor cosa para un hombre a disgusto consigo mismo, en las horas bajas que a todos más tarde o temprano llegan, que preguntarse por qué soy como soy, por qué yerro una vez y otra y no puedo cambiar aunque lo intento, y después de mirar a su alrededor para hallar la respuestas no encontrar nada, no encontrar más que sombras y silencios. Mis hijos han de saber, ha de saber mi primogénito José Luís que forma parte de una cadena a la que no faltan eslabones, que su alegría contagiosa, su rabia cuando las cosas no salen a su gusto, su casi inmediata capacidad de perdonar, su tremenda fuerza y amor propio es de su abuelo Juan, de mi padre. Y mi hija Teresa tiene que saber que es buena copia de su abuela -de mi madre- en muchos aspectos, pero sobre todo cuando algo le disgusta o se siente maltratada, que la jodida niña es un cristalito al que hay que manipular con mucho tacto, pues ni tan siquiera se digna a protestar y nada de recriminaciones o quejas sino majestuosos silencios y miradas centelleantes que fulminan. Y la confesión que estoy haciendo he de hacerla porque un hombre como dios manda, un hombre al que no le tiemblan las piernas aunque en frente esté el mismísimo Satanás esperándolo para ajustar cuentas tiene que cumplir, sobre todo si la promesa la hizo a otro con pie y medio en la tumba y más allá que aquí. Quienes hayan decidido leer esta historia se preguntarán qué razones poderosas tuve para falsear mi personalidad tantos años, diciéndose, con razón, que ningún hombre decente reniega por gusto de sus apellidos y sangre sino por causas mayores que lo obligan, y a ellos les digo que dos motivos hubo por si uno fuera poco: cambié mi nombre por el de Juan Gallego Vílchez para salvar mi pellejo, que lo tenía muy comprometido en febrero de 1937 cuando Málaga cayó en manos de los fascistas, y ese nombre era el de una persona nacida en parecido año que el mío en Montecorto, que es una pedanía de Ronda en la antigua carretera de Sevilla. Y el segundo motivo la posibilidad de disfrutar una gran fortuna que un hombre muy desgraciado (Antonio Bosch, era su nombre) estaba dispuesto a regalarme a cambio de que oyera su historia, que el desgraciado no quería desaparecer sin que al menos uno supiera la verdad de lo que había sido su vida. Y en esas estoy, cumpliendo y sincerándome en lo que cabe y puedo, que los años no pasan en balde para nadie y tienen la mala costumbre de putear la memoria, pero esforzándome en no mentir ni disfrazar la verdad, que uno, a los noventa y seis años y a punto de emprender el último viaje ya no se anda con medias tintas ni se preocupa por el qué dirán. Y que seré todo lo veraz que la enfermedad y años permitan lo juro por lo más sagrado: por la santa memoria de mi madre lo juro, que hoy sólo a mi madre me debo porque la noche pasada dios me perdonó y dio tregua, y un servidor por unos instantes pudo soñar con ella a pesar de tantos años renegando como un mal nacido de su memoria y rostro. Así que me he pasado desde el amanecer, desde que desperté, con su imagen revoloteando dentro mi cabeza hasta que llegó el escribiente a media mañana, entreteniéndome con el rostro de mi madre e intentando recuperar los caminos que pudieran llevar a la infancia (aunque confuso a veces porque tengo la voluntad muy cascada por la morfina que me suministran nada más despertarme para que el dolor no me encanalle) y cuando a aquellos años pude llegar la busqué para que me acariciara, para que me abrazara, para que me acurrucara en su pecho, rogándole que hoy no se separara de mí ni tampoco los días que me quedan, ni permitiera que me alejase de ella durante el tiempo que quede, que me salvara del dolor y la soledad en que vivo: le supliqué que nada de reproches ni castigos, solo besos y caricias, solo susurros y palabras de amor, que me dejara quererla igual a como cuando era niño y sufría un mal tropiezo en la calle, que corriendo a ella y hallándola me sabía salvado del peligro y la pena. Así que preparado mi ánimo y sabiendo ustedes quién cuenta esta historia y por qué, no pierdo más tiempo en presentaciones. Deseo dos cosas: la primera reconciliarme con mis muertos y la segunda que aproveche a cualquiera que la lea, y de paso a ver si algunos se enteran de verdad lo que pasó en Málaga por aquellos tiempos; que si antes de la guerra había sólo mierda para los pobres no crean ustedes que después dejó de haberla en abundancia… Aquí, entre 1936 y 1937 pasó lo de siempre y lo que en todos los sitios desde que el mundo es mundo y la cuerda se rompió por el punto más débil, y si antes nos pegaron palos los republicanos después nos las pegaron los fascistas, porque si hijos de putas fueron los de derechas no crean ustedes que quienes estaban en frente eran moco de pavo. ***

Introduccion a Conferencia

Es corriente en este tipo de actos que el autor invitado haga un recorrido de su obra, de lo que ha escrito: sólo les digo que he publicado mucho desde 1994 cuando la necesidad de escribir se impuso por encima de otras prioridades y escrito más todavía desde entonces, pero hoy será lo contrario y no hablaré de lo que hice sino de lo que estoy haciendo, de lo que mañana mismo haré, en el amanecer, si lo dioses y las musas así lo deciden. Se escribe, yo escribo, para poder vivir otras vidas, para experimentar emociones, para sentir cerca otros mundos que sólo existen en la imaginación o son físicamente inalcanzables, y sobre todo para dar sentido a mi existencia.

Y no crean que las anteriores afirmaciones son un “descubrimiento” mío, un hallazgo de este autor, sino que esa necesidad de escribir, de compartir ilusiones y desasosiegos, es intemporal y común en todos los que un día despertaron con un hormigueo en el corazón, con la sensación de que su vida era incompleta, y sin saber cómo se vieron frente a un folio en blanco con dos certezas: una, abrumadora, que aquello había que llenarlo de palabras; y la segunda -tremenda por la responsabilidad- ignorando con cuáles.

Hoy, es casualidad, y como es Día de los Enamorados parafrasearemos a Bécquer para demostrar la intemporalidad de lo que anteriormente decía, que como ustedes saben fue hombre del que echan mano los enamorados, de sus rimas especialmente, cuando intentan doblegar la resistencia de la amada, porque él, allá por 1854 y cuando aún solo era un mozalbete que soñaba con la gloria, en un acierto intuitivo dijo:
“No se debe escribir (….) más que cuando el espíritu siente la necesidad de dar a la luz lo que se ha creado en sus entrañas”

Y algo así está ocurriendo a este escritor, que desde un lejano día del verano de 1990 lleva creando en sus entrañas la historia que hoy, aquí y en primicia para ustedes, van a conocer y en ella anda, emborronando folios desde el amanecer del día uno de julio del pasado año, y no me pregunten por qué precisamente ese día comienza esta aventura, porque lo ignoro, e incluso desconozco si algún día lo sabré, incluso si me convendría saberlo.

Mas, quizás se pregunten, cuál fue la necesidad que me obliga a escribir esta novela cuyos protagonistas son gentes normales y corrientes, esos que pierden todas las guerras, esos que eufemísticamente llamamos “el punto más flojo de la cuerda” esos que siempre pagan los platos que otros rompen… Se lo cuento. Corría el verano de 1958 en Archidona y tenía seis años, cuando al atardecer a casa llegó un visitante que preguntaba por mi padre. El hombre, su aspecto casi de mendigo, sin afeitar, me asustó, me impresionó, pero más todavía que mi padre se abrazara él con gran afecto y lo llevara a su despacho. Horas después, cuando junto a mis hermanos volví de nuestros juegos, el hombre ya no estaba, mas nuestra curiosidad hizo que preguntáramos por él, por quién era. Mi padre era hombre animoso, con gran fuerza de carácter, con autocontrol y poco dado a manifestar emociones, pero debía estar sumamente afectado por la visita porque sólo dijo, con gran tristeza que era su primo Juan y que acababa de salir de la cárcel.

Para nuestras mentes de niños, y en aquellos tiempos, la cárcel era sinónimo de algo terrible y a donde solo iban personas muy malas, a donde solo iban aquellos asesinos que raptaban niños y los mataban para sacarle la sangre y las mantecas. Y viendo nuestro estupor en los ojos, viendo la pregunta que se dibujaba en nuestros labios porque no entendíamos como nuestro padre podía abrazar a un hombre salido de la cárcel, añadió, con un tono que decía a las claras que con esa respuesta cerraba el asunto, que lo daba por zanjado, que su primo era un buen hombre cuyo único delito fue haber perdido la guerra.

¿A qué guerra se refiere papá? ¿en la que él estuvo? nos preguntábamos confundidos, cuando él nos dejó a solas y mientras cenábamos. Nosotros sabíamos que nuestro padre había estado en una guerra contra los enemigos de España, contra extranjeros, contra rusos que querían invadir a España según nos contaban en el colegio y los libros, y en ella a él le habían pegado tiros y herido pero la ganó, y ahora resultaba que un primo suyo -de Montecorto, donde había nacido nuestro padre y sus hermanos- había perdido la guerra y además había estado en la cárcel por esa causa. Demencia, la mujer que ayudaba a mi madre nos dijo seria, casi regañándonos, que acabáramos la cena y que dejáramos de hablar de esas cosas, que no era asunto de niños. Y cuando casi habíamos olvidado el asunto y parloteábamos de nuestras cosas ella añadió, bastante airada: Hubo una guerra hace pocos años y vuestro padre estuvo en un bando y el hombre que hoy ha venido estuvo en el otro, y ganaron unos y perdimos todos.

Esa respuesta tajante de aquella mujer que quizás arrastraba tristezas y muertes por causa de la guerra, aquella respuesta casi incomprensible para nuestro entendimiento, aquella contestación llena de misterios y sombras se me quedó grabada y dividió mi vida con un antes y después, aunque entonces lo ignoraba: esa respuesta dio inicio a un particular e íntimo desasosiego, que fue la causa principal de esta novela en la que ando y voy dejando la vida, el lejano origen del que partí para que hoy me encuentre ante ustedes, la razón de que hoy les hable de un perdedor de todas las guerras, que les hable de alguien que ruega por su memoria, por su derecho a contar y a ser oído… En realidad, la historia de Juan Vivar es la historia de todos nosotros, de nuestros padres y antepasados, es la historia de un hombre justo que solo pretendía vivir, que lo dejaran vivir en paz con sus sueños.








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