miércoles, 17 de septiembre de 2008

LA MUERTE DE CARMEN

Carmen ni en la peor de sus pesadillas imaginó que acabaría como acabó, en la mismísima puerta de su amigo Paco el del Horno: pues que te tiroteen por las espaldas una tarde de agosto cuatro soldados moros con mala puntería o prisas, que te lleven al cementerio aun viva y que te tiren al hoyo sin hacer jodido caso de tus lamentos, y allí en lo hondo rezando por tu pronto final antes que haya bastante muertos para llenarlo, lo tapen de tierra y te entierren viva, no es un plato que se pueda comer a gusto ni desear a nadie, por muy malas que sean sus entrañas.

Eso fue lo último que le pasó a Carmen en su vida, aunque vayan ustedes a saber lo que le pasó hasta que definitivamente murió: por su cabeza, se preguntaran, más de un lector aterrorizado ¿qué pasaría? viéndose tirada allí dentro sin poder moverse y espantada con la idea de que la enterraran viva, pero lo peor tuvo que ser cuando supo que el muerto caído encima y con gran violencia tirado, el cuerpo de un hombre arrojado como se tira un saco de escombros a una barrancada, es decir sin importar mucho como caiga o si revienta, era el de su marido Antonio, quien a pesar de tener el rostro horriblemente desfigurado por los balazos reconoció por su olor, pues aun olía a la colonia que aquella mañana se puso y nadie más en el pueblo usaba a excepción suya… Quizás ella, la pobre y desgraciada muchacha lloró como ni podemos imaginar, pues resultaba irónica la situación: Carmen era mujer enamorada desde que le vio por vez primera, y desde aquel instante quiso vivir el resto de su vida cerca de él, siempre anheló envejecer cerca de él, siempre soñó morir cogida a la mano de él, y entre las oscuridades asfixiantes de la tumba busco su mano y la halló para su alivio… Mas ¿qué caminos la llevaron a morir de tan mala manera? se preguntaran algunos.

Carmen no tenía hijos pero amaba a los niños, y como era mujer medianamente pudiente les daba de comer y vestía con frecuencia, pero no a los suyos que no los tenía sino a los de cualquiera con tal de que fueran pobres y hambrientos, y además era republicana, socialista, como su cuñada Isabel y su novio, que a la sazón era alcalde del pueblo. Claro está que a veces, a los niños, los vestía de pioneros, de milicianos, con sus gorros y pañuelito rojo en el cuello para que nos entendamos, y que en ocasiones no pagaba la comida de su bolsillo sino que la expropiaba a los ricos del pueblo en un acto que consideraba de justicia, pues si había algo que le hacía hervir la sangre era ver la grosera opulencia de unos pocos en contraste con el hambre de los demás en los terribles tiempos que precedieron su muerte, así que obligaba a las criadas de los ricos a vaciar sus cestas cuando volvían a casa de sus señores del mercado, aquellas cestas llenas de alimentos que hacían saltar las lágrimas de los niños y las repartía entre los que lloraban por hambres milenarias. Aparte organizó una huelga de criadas por el mes de abril, y quizás eso fue lo que le costó la vida, que una cosa era vestir a niños de milicianos o hacer de Robin Hood (aquel que robaba a los ricos para darlo a los pobres) y otra muy distinta era joder a las señoras, ponerlas a hacer mandados, fregotear y otros quehaceres impropio de su condición.

Lo cierto fue que entre el 18 de Julio y el 15 de Agosto, aciago día en que los moros entran en Archidona pasado el mediodía, hizo lo que pudo para salvar vidas, y a más de uno y una libró de las garras de asesinos que en nombre de la revolución hicieron de la misma su negocio particular. Y tan cierto es lo que digo que ella ni su marido Antonio huyeron de Archidona aquella mañana que las vanguardias fascistas bombardearon el pueblo, habiéndolo podido hacer, y mira que su cuñada y el novio insistieron “Carmen vente con nosotros, no te quedes, que los fascistas están fusilando a muchos menos señalados que tú” Pero aun sabiendo las masacres de Antequera, aun sabiendo que aquella horda al mando del general Varela no se andaba con chiquitas, decidieron quedarse en el pueblo, pues ni tenían manchadas de sangre las manos y si en cambio, a su favor, que habían salvado las vidas de muchos. Pero de nada le valió, que nada más entrar los moros la comisión gestora se puso manos a la masa y redactó la lista, y allí estaba ella. El procedimiento siempre era el mismo, una escuadra de moros anhelantes de botín al mando de un cabo de regulares y acompañados de alguien del pueblo que les servía de guía: uno golpes en la puerta, unos golpes fuertes, hechos con la culata de los fusiles, voces de la morisma intraducibles, y entre todas una voz amiga, reconocible, la de uno que estuvo escondido en su casa hasta aquella misma mañana y que entre otras cosas les debía la vida, que les ordena que salgan, que no teman nada, que no les va a pasar nada. Antonio, el marido les pregunta que a donde la llevan, que a donde vaya ella va él, les dice. Lo demás fue rápido, calle Carrera adelante los dos y rodeados de la escuadra de moros, camino de la calle Almohada, a la cárcel. Pero a la altura de la puerta principal del Colegio de los Escolapios, en el primer escalón de la calleja que sube a la de don Carlos, la tirotean. Carmen cae de bruces sobre el empedrado, Antonio se arroja sobre ella enloquecido y lo arrancan a tirones y a patadas. Él ya no ve, solo sangre ante sus ojos y los quejidos de Carmen. Quince metros más arriba se resiste a dejarla abandonada, que lo maten suplica, y lo matan, de un tiro en la nuca, justo en la puerta de la casa de su buen amigo Pedro, el del horno, el mismo que recoge un mechón de pelos sanguinolentos pegados al escalón de su casa…

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