viernes, 9 de enero de 2009

LA PORTUGUESA

Antonia Salgado, conocida por la portuguesa entre los milicianos que operaban entre Ronda y Antequera en aquel verano del 36 y muy conocida desde el inicio de la revolución por su arrojo y otras cosas no demasiadas heroicas que ella prefería olvidar ( pues algunos muertos pesaban mucho sobre su conciencia) ni en sus peores pesadillas pudo soñar que acabaría como iba a acabar de malamente, después de todo lo andado, sobre todo desde que un año atrás abandonara la aldea portuguesa de Cabanas para ir a Utrera y trabajar en las obras del pantano de Águilas, prometiéndoselas muy felices.

Antonia Salgado se veía muy mal aquel mediodía del 17 de septiembre de 1936 cerca de Ronda a la sombra de una higuera brava: que verse rota, tronchada por un balazo en la columna, tirada bajo una higuera y con la propina de un agujero en la barriga por el que le salían tripas, restos de comidas y líquidos mezclados con sangre oscura, y sin más compañía que un grupo de soldados requetés que la miraban con plural mezcla de compasión y odio a partes iguales, con un cura que quería confesarla a toda costa, un cura que le decía a gritos ¡O te pones a bien con dios o te dejo morir como una perra sarnosa…! Y viendo que no las tenia todas a su favor y quizás para sobornarla, añadió el reverendo “Si te arrepientes te meto un rafagazo de ametralladora y te pasaporto en un santiamén y así te ahorras la agonía” Y verdad era lo que decía el cura que ese tipo de heridas siempre provocaban un largo sufrimiento, que entre una cosa y otra diez o doce horas de padecimientos no se los iba quitar ni dios si antes no se la comían aun viva las alimañas del monte.

A Antonia, un tirador de élite de la columna Redondo, le había metido un balazo en el vientre, un disparo certero y mortal de necesidad con uno de aquellos terribles máuser del 16, el eficacísimo mosquetón de 7,5 mm. que alcanzaba los dos mil metros con garantías, y cuando la bala encontraba su objetivo rompía carnes y huesos. Y a Antonia la enfilaron a unos quinientos metros, así que el impacto y el agujero era tremendo, las posibilidades de sobrevivir ningunas, y la larga agonía, provocada por una feroz septicemia, asegurada. Mas ella, intentando controlar el dolor que la enloquecía, aun tuvo el ánimo para preguntar al cura cómo cojones la habían localizado, pues era evidente que los facciosos sabían que estaba allí, escondida bajo una higuera brava, que estaba allí para encender la mecha que mandaría al infierno la columna facciosa que pretendía conquistar Ronda aquel mediodía de septiembre.

Ella, antes de que respondiera, retadora, le dice que se presentó voluntaria para hacerlo, confiada en su buena suerte y estrella “aunque esta vez me ha salido rana”, añadió con amargura. Le contaron, le contó el cura, que uno del comité de guerra, un camarada suyo, un oficial de Asalto que estaba en el ajo, tenia pensado desertar y cambiar de bando en cuanto acabara la reunión en la que se decidió dinamitar el puente. El tal oficial así lo hizo, a galope, a uña de caballo cuentan las crónicas, y dio pelos y señales de la portuguesa, de lo que pretendía y donde, y lo demás es historia sabida: un veterano de las guerra africanas, un viejo brigada muy ducho en el arte de meter una bala en el careto de un tío a mil metros, buscó un altozano que dominara el terreno cercano al puente, buscó la higuera y se dispuso a esperar que la portuguesa diera señales de vida. Y así fue, que no había pasado un cuarto de hora cuando Antonia se levantó donde estaba escondida, quizás para desentumecer las piernas, y eso fue todo lo que necesito el tirador, aunque dudó por un segundo si meterle el balazo en la cabeza y regalarle una muerte limpia o en la barriga, decidiéndose por lo ultimo quizás porque había menos riesgo de fallar que en la cabeza. Ella ni oyó el disparo, solo un hierro al rojo vivo clavado por encima del ombligo que la tiro de culo, después se mira y solo ve algo que la aterroriza: un pequeño agujero por el que apenas sale sangre, la temida herida en el vientre, la que más temen los combatientes se dice antes de caer hacia atrás… Intenta arrastrarse hasta donde la mecha y encenderla, pero el brigada, que es cazador experimentado y sabe bien que el bicho esta muerto cuando está verdaderamente muerto, dispara una vez más, esta vez al pecho, y la bala entra limpia hasta romper la columna vertebral, dejándola como clavada en aquella dura tierra.

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